Bruce Chatwin en tierras de Patoruzú

Un trabajo de Bernadette Califano titulado «La invención de la Patagonia» examina al autor/narrador/personaje Bruce Chatwin en el relato de viajes In Patagonia, sus encuentros y formas de construir al otro (argentino, tehuelche, británico), sus fábulas, prejuicios y estereotipos, su inscripción en el linaje expansionista «civilizador» de la América «bárbara». Fue presentado en el VIII Encuentro de Carreras de Comunicación en Jujuy y dice:

LA INVENCIÓN DE LA PATAGONIA

Relatos de viaje: entre la crónica, la autobiografía y la ficción

Por Bernadette Califano
(CONICET – IIGG – FSOC – UBA)

El viaje, en tanto tiempo y espacio no cotidiano, constituye una suerte de zona entre paréntesis, momento de reflexión, distensión y encuentro con lo desconocido, que permite al viajero hallar variadas formas expresivas. A diferencia del turista, que construye su itinerario siguiendo los atractivos de la región señalados en su mapa, el viajero va en la búsqueda de lo inesperado e intenta registrar las diferencias que halla con relación a su lugar de origen. Todo viaje descansa en un debate entre aquello que el viajero trae, su expectativa acerca de lo que va a encontrar y lo que realmente encuentra (la experiencia concreta del viaje), a lo que se suma su mayor o menor saber literario y sus impulsos para la escritura.[1] Esa discontinuidad entre los espacios de origen y destino, y el pasaje entre ambos (es decir, ese tejido que se crea para unir espacios discontinuos) constituye la condición de posibilidad del viaje y su relato.[2]

El objetivo de este trabajo será señalar la heterogeneidad y las interacciones que la literatura de viajes establece con otros tipos de discursos, partiendo de la premisa de que se trata de un género que se sitúa en una zona de cruce entre la literatura de ficción, la crónica periodística y la autobiografía, con algunos rasgos de los documentos históricos y del género epistolar.

Para dar cuenta de la hibridación de la crónica de viajes, se estudiará en este caso el libro Patagonia, de Bruce Chatwin, publicado en 1977, intentando responder a las siguientes preguntas de análisis: ¿Cuál es el posicionamiento del autor/narrador/cronista respecto de lo que narra? ¿Cuál es el motivo que lo impulsa al viaje? ¿De qué manera se transmite su experiencia y se produce un anclaje de su relato en datos materiales de alta referencialidad? ¿A quién se destinan su relato? ¿De qué forma se va hacia el encuentro del otro y cómo se construye la alteridad? ¿En qué medida el cruce de géneros y tradiciones literarias contribuye a otorgarle verosimilitud al relato de viaje? ¿Qué papel juegan los elementos ficcionales con relación a tal fin?

En el marco de una perspectiva metodológica de análisis cualitativo, se abordará el estudio con el propósito de identificar y analizar la problemática referida en un marco teórico que reconoce la especificidad de la historia social, cultural y literaria, con ciertos aportes específicos de la lingüística y las teorías sobre el periodismo. Se revisará la bibliografía teórica sobre la materia, se elaborarán una serie de ejes de análisis –siguiendo las preguntas de investigación- para la identificación de los procedimientos estilísticos empleados y, finalmente, se ofrecerán las conclusiones preliminares del estudio.

La crónica de viajes en relación con las prácticas expansionistas

En varias oportunidades se ha señalado la innegable vinculación de la narrativa de viajes con el expansionismo europeo de los siglos XVIII y XIX, cuyo objetivo principal residía en la obtención de materias primas para una incipiente industria, lo que fomentó la multiplicación viajes marítimos hacia nuevos territorios.

Entre los autores que han trabajado sobre esta temática se destaca el estudio de Mary Louise Pratt (1997), que se ha focalizado en los libros de viajes escritos por europeos sobre partes no europeas del mundo desde mediados del siglo XVIII. Con este trabajo la autora busca demostrar que existe una conexión entre las prácticas discursivas y las sociales, y que la literatura de viajes sirvió como “arma” para naturalizar la idea de que los blancos europeos son superiores al resto de los habitantes del mundo. Sugiere que este tipo de literatura se encuentra vinculada con ciertas formas de conocimiento o expresión que Europa se forjó acerca de lo que se dio en llamar “el resto del mundo” y que tales prácticas significadoras legitimaron las aspiraciones de expansión euroimperialistas.

Otro autor que ha estudiado los relatos de viajeros correspondientes a la etapa de la expansión imperial del viejo mundo ha sido Adolfo Prieto. Prieto (1996) agrega que el interés expansionista no fue el único motor para la aparición de estos relatos: la publicación en inglés del libro de Alexander von Humboldt, Personal Narrative of Travels to the Equinoctial Regions of the New Continent During the Years 1799-1804, que combinaba discurso racionalista y romántico en la descripción del viaje, y el tratamiento estético de los temas de la historia natural, habrían influido decisivamente en esta narrativa.

Estos relatos tuvieron, en el modelo multidiscursivo de representación instaurado por Humboldt (que incluía sofisticados sistemas de cálculo, mapas temáticos y datos geográficos), las bases de un canon seguro, innovador y riguroso, según explica Ricardo Cicerchia (2005). En su libro, Cicerchia analiza distintos momentos de la literatura de viajes de los siglos XVIII y XIX, para sostener que se trata de un género literario que tuvo gran relevancia en la misión civilizatoria y en la conformación de las identidades nacionales latinoamericanas.

El viaje se habría apartado de la tutela de la ciencia y afirmado dentro del campo literario con la estética del romanticismo a comienzos del siglo XIX. Durante la primera mitad de ese siglo se integró al periódico, bajo la forma de un relato costumbrista divorciado de cualquier historicidad, hasta el predominio de la “noticia objetiva” en la prensa moderna, que condenó a un segundo plano al chroniqueur francés ligado a las letras, otorgándole un lugar privilegiado al reporter. A fines de siglo emergió la figura del corresponsal, que combinaba al viajero con el periodista, es decir, la pasión por la travesía con la presión de las noticias (Colombi, 2010).

Sin embargo, la crónica de viajes ha logrado autonomizarse tanto del periodismo como de la literatura, creando un espacio propio en el que entrelaza rasgos de uno y otra.

El relato de viaje en interacción con otros discursos

Para intentar responder a las preguntas formuladas en la introducción se analizará el relato de Bruce Chatwin, Patagonia, en torno de una serie de ejes de análisis que pretenden dar cuenta del los motivos que impulsan al autor a realizar su viaje, el modo en que se posiciona en su relato por medio de la formulación del “yo”, el destinatario que construye y la forma en que representa el encuentro con la alteridad. Dentro de cada eje se señalarán los cruces y vínculos que el relato de viajes establece con la literatura de ficción, la crónica periodística, la autobiografía y los documentos históricos.

a. Los motivos del viaje

Una breve biografía de Bruce Chatwin diría que nació el 13 de mayo de 1940 en la ciudad de Sheffield, condado de Yorkshire, Inglaterra. A los 18 años comenzó a trabajar en la casa de subastas Sotheby’s hasta llegar a ser director, puesto que abandonó en 1966 para estudiar arqueología, carrera que nunca terminó. En 1972 fue contratado como asesor de arte y arquitectura en un periódico inglés, el Sunday Times Magazine. Dejó este último trabajo en 1974 para lanzarse a un viaje de seis meses por el sur del continente americano, tras lo cual publicó su primer libro, Patagonia,[3] que lo consagraría como escritor.

En las primeras páginas del libro el autor cuenta que el motivo principal que lo lleva a realizar este viaje se vincula con su historia familiar y con la existencia de un “pedazo de brontosaurio” que su abuela conservaba en una vitrina, con el que jugaba de pequeño. La historia de este trozo de piel se remonta al descubrimiento efectuado por un primo de su madre, Charley Milward, capitán de un barco mercante que alguna vez naufragó cerca del estrecho de Magallanes, quien habría encontrado al animal congelado en un glaciar de la Patagonia y enviado un trozo de piel a su abuela. Este trozo de piel y pelos fue tirado a la basura luego de la muerte de su abuela, perdurando en su mente de adolescente y adulto.

Luego de referir esta historia, el narrador aclara que el animal en cuestión no era en realidad un brontosaurio sino un “milodonte o perezoso gigante”, y que Milward habría encontrado sólo unos restos de piel y huesos en una cueva de la Patagonia chilena, y no al animal entero y en perfectas condiciones como él creía:

Esta versión, aunque menos romántica, tenía el mérito de ser verídica (Chatwin, 1977: 9).[4]

De esta forma, tras un comienzo novelesco que envía tempranos guiños al lector, se presenta la “versión verídica” de lo que se cuenta, insinuando que lo anterior se vinculaba con la imaginación infantil del protagonista. A partir de aquí, el narrador jugará todo el tiempo con la duplicidad de lo fantástico.

Descubrimos así que el principal motivo que lo impulsa a realizar su travesía y que lo guiará a lo largo de todo el viaje es su curiosidad histórica por la Patagonia, vinculada con un deseo personal de hallar el reemplazo del trozo de piel perdido (“Mi interés por la Patagonia sobrevivió a la pérdida del trocito de piel”, p. 9). Asimismo, resulta determinante el temor despertado en el protagonista de que un nuevo conflicto bélico estallase tras la Guerra Fría:

Fundamos un comité de emigración y formulamos planes para radicarnos en algún rincón distante de la tierra (…) y por fin decidimos que la Patagonia era el lugar más seguro del mundo (p. 10).

Si bien estos son los motivos declarados en un principio, a lo largo del libro se deslindan otros que parecen ir surgiendo a lo largo del viaje. A veces tienen que ver con lo narrado por algún lugareño que conoce (“Tenía ahora dos motivos para volver hacia la cordillera: ver la antigua estancia de lanares de Charley Milward en Valle Huemules y encontrar el unicornio del padre Palacios”, p. 106); otras se vinculan con su interés por seguir las huellas de históricos fugitivos que alguna vez se escondieron en la Patagonia (Butch Cassidy y Sundance Kid, así como Willie Wilson y Robert Evans: “Desde Esquel proseguí hacia el sur con el fin de seguir la pista a otra anécdota sobre Wilson y Evans”, p. 77); con conocer historias de personajes que habían vivido en la región (“Quiero averiguar algo sobre un norteamericano llamado Martín Sheffield que vivió aquí hace unos 40 años”, p. 56); y con atravesar lugares que había leído en libros de adolescente (“Cuando yo era muchacho, El último confín de la tierra era mi libro predilecto. En él, el autor describe (…) cómo, posteriormente, los indios lo ayudaron a abrir un sendero que conectaba Harberton con la otra estancia de la familia en Viamonte. Yo siempre quise caminar por ese sendero”, p. 193).

Esta multiplicidad de motivos que impulsan el viaje de Chatwin llevan al narrador a ir y volver una y otra vez en el tiempo de la historia[5] a lo largo del libro, dificultando a veces su comprensión.

b. Las formulaciones del “yo”

Siguiendo a la escuela francesa de la enunciación,[6] podemos caracterizar a todo sujeto hablante como un locutor o emisor que se “apropia del aparato formal de la lengua”, identificándose con la primera persona del singular. De esta forma, todo enunciado remitirá a un “yo” que será el centro de referencia alrededor del cual se organice el discurso. El locutor/emisor se distingue del enunciador, ya que la primera categoría pertenece a la teoría de la comunicación y designa a la persona física o empírica que interviene en el circuito de la palabra, mientras que la segunda corresponde a la persona “textual” construida en el texto. El hablante empírico genera discursivamente no sólo un sujeto de la enunciación (enunciador), sino también un sujeto del enunciado (sujeto gramatical que realiza las acciones y sufre las transformaciones a medida que avanza el relato).

En el caso de los textos de análisis, reconocemos al emisor por su firma: se trata de la persona “real” que emitió el mensaje.[7] Los elementos paratextuales[8] del libro indican, además, que existe una coincidencia entre locutor o emisor y enunciador,[9] de lo que se desprende que el contrato de lectura[10] que se establece con el lector implica que a éste se le contará una historia sobre un viaje que el autor efectivamente realizó.

Hay que destacar que los elementos paratextuales de este libro nos brindan una suerte de “guiño” acerca del tipo de narración con la que se encontrará el lector. La colección donde se publica el texto en español se denomina “La otra orilla” y en la contratapa se explica se trata de un “libro de viajes y aventuras, investigación histórica y narración fabulosa.” En su versión en inglés, debajo del título se incluye una cita del diario Guardian: “El libro que ha redefinido la escritura de viajes”.[11]

En las primeras oraciones del texto se impone la primera persona del singular, estableciendo una coincidencia también con el sujeto del enunciado:[12]

En el comedor de mi abuela… (p. 7).

A lo largo de todo el relato hay una cercanía que resulta a veces indistinguible entre autor, narrador y personaje.[13] En este sentido, el texto recoge rasgos propios de la autobiografía. Si nos atenemos a la definición de autobiografía provista por Silvia Molloy (“texto retrospectivo cuyo propósito es narrar la propia existencia, valorizando la vida individual del autor-narrador-protagonista, un texto eminentemente referencial basado en un contrato -lo que te cuento lector, ocurrió en realidad y yo constituyo su centro-“, 1980: 748), podemos afirmar que el texto de Chatwin posee rasgos lo emparientan con este género, tales como la identidad mencionada y el hecho de que el autor sea la propia fuente de validación del relato.[14]

La función principal de la primera persona del singular a lo largo del texto es la de organizar el relato, expresar la opinión del autor/narrador (“Los albatros y los pingüinos son aves a las que jamás podría yo matar” p. 122),  manifestar acciones y traslados (“Abandoné el osario de La Plata” p. 16, “Trepé por un sendero y desde la cima contemplé el panorama río abajo” p. 26), y dar voz al resto de los personajes, tanto los que el autor/narrador entrevista, como aquellos históricos o legendarios que son incluidos en la historia, tornándose aquí en un narrador en tercera persona.[15]

Se trata de un narrador se coloca en el “lugar del saber”. De allí, las múltiples intertextualidades que aparecen en el texto, no siempre con referencias claras y explícitas. Se registra un trazado de relaciones entre personajes históricos, viajeros de los siglos XVI y XVII por la Patagonia, y hombres de letras y de ciencias que, por tan inmenso y entreverado, termina a veces resultando inverosímil y difícil de seguir. Sobre todo porque, si bien denota trabajo de investigación (emparentándose en este caso con los géneros periodísticos[16] y la investigación histórica), no explicita claramente las fuentes que utiliza, con lo que no queda claro qué parte tiene fundamento en documentos y qué pertenece a la invención del autor.[17]

Se podría entender esta “actitud textual” (Said, 1990) en Chatwin como aquella que se manifiesta cuando, al entrar en contacto con algo relativamente desconocido, se recurre no sólo a experiencias pasadas que se puedan aproximar a ésta sino también a lo que se ha leído sobre el tema. Saítta (2008) señala como procedimiento típico del relato de viajes la remisión a la literatura a partir de la asociación constante con textos, autores y personajes literarios frente a todo lo que se ve. Sin embargo, este procedimiento produce un efecto paradójico porque, si lo que se busca transmitir es “la verdad”, curiosamente pareciera que los hechos vividos se acercan más a ella en la literatura ficcional.

Paul Theroux (1991), amigo de Chatwin, contó -tras la muerte del autor- su asombro cuando lo escuchó hablar en una cena de la Royal Geographical Society sobre las numerosas montañas que había escalado, cuando sabía que Chatwin nunca había sido un gran andinista. Relató además que un amigo en común solía llamarlo “charlatán Chatwin”,[18] porque siempre estaba explicando teorías confusas acerca del origen de diversas cuestiones, cuya única virtud consistía en las repetía exactamente de la misma manera en cada ocasión. Theroux define al autor como un gran monologuista, una persona solitaria, un gran conversador que, paradójicamente, no sabía escuchar al otro. Semblanza que produce algo de ruido, si pensamos que en Patagonia Chatwin narra permanentemente diálogos mantenidos con otros, redactados incluso algunos en su idioma original.

Theroux juzgó como una falencia el que libro expresase todos los defectos y virtudes de su autor. Sostenía que era original, intrépido y estaba redactado vívidamente, pero que abundaban en él los baches acerca de cómo el personaje viajó de un lugar a otro y cómo encontró a ésta u aquella persona. “La vida no era tan clara como Bruce la entendía. Faltaban los pequeños detalles que le daban verosimilitud a un libro”, calificó su amigo (Theroux, 1991).[19] Y cuando le dijo a Chatwin que en un libro de viajes había que escribir la verdad, éste le contestó: “Yo no creo en decir la verdad.”[20]

c. La construcción del destinatario

Retomando los postulados de la escuela francesa de la enunciación, podemos decir que al mismo tiempo que el locutor instaura un “yo”, apropiándose del aparato formal de la lengua, delimita un “tú” al que se le destina el discurso. Por lo tanto, así como distinguimos al locutor/emisor del enunciador, debemos diferenciar entre el receptor o alocutario y el destinatario de un discurso: el primero es el sujeto empírico receptor de la enunciación, mientras que el segundo es la figura textual que el mismo texto propone y a quien va dirigido el mensaje (que no coincidirá necesariamente con su receptor empírico).

Chatwin construye un destinatario de habla inglesa, interesado y conocedor de la literatura de viajes. No destina su relato a ninguna persona en particular ni apela al género epistolar, como sucede en otras crónicas de viaje.[21] Pero a partir de algunas huellas[22] del texto es posible reconstruir el destinatario al que apunta: un sujeto interesado aventuras y leyendas, afecto a la literatura y amante de los viajes, con un interés más turístico y cultural que sociopolítico. Inferimos esto a partir de la lectura del texto, puesto que el narrador hace pocas alusiones al contexto socio-histórico de la época del territorio que visita. Su interés gira principalmente en torno de la confabulación de historias alrededor de su experiencia de viajero, en lugar de buscar conocer de primera mano una realidad política que le resulta ajena.

Así, las referencias al contexto sociopolítico del país se encuentran plagadas de lugares comunes y prejuicios, y no se registran intentos por explicar al lector una trama política y cultural compleja:

Durante todo el verano los ricos se divertían en sus estancias y los muy ricos viajarían a Punta del Este, donde corrían menor riesgo de ser secuestrados. (…) También los guerrilleros alquilaban casas de veraneo o viajaban a Suiza para esquiar (pp. 11-12).

Tomé el tren a La Plata (…). En el vagón viajaban dos victimas cotidianas del machismo.[23]

Abundan en el texto los estereotipos y reduccionismos, que no permiten entender, por ejemplo, qué sucede con un fenómeno tan complejo como el peronismo en el momento del viaje del autor. Chatwin no se preocupa por indagar sobre cuestiones relativas al marco socio-político de la Argentina, ni tampoco por traducir numerosos términos para un público de habla inglesa ajeno a la historia del país:

En los límites del pueblo alguien había escrito Perón Gorila[24] con pintura azul sobre la pared de un puesto policial abandonado (p. 106).

El narrador renuncia a explicar (“La iconografía del peronismo es algo sumamente complicado”, p. 17) y algunas imágenes reciben su significado por contigüidad:

Los hombres [una cuadrilla caminera] estaban comiendo frituras muy grasosas y me invitaron. Perón sonreía sobre todo el grupo (p. 110).

Algunas alusiones al contexto que vive el país son mencionadas únicamente a modo de “dato de color” que ilustra la acción o el lugar donde se encuentra el personaje:

Durante el almuerzo en el hotel, un grupo de criadores de lanares estaba considerando la obstrucción de la carretera con fardos de lana como señal de protesta contra el gobierno de Isabel Perón por haber fijado el precio de la lana muy por debajo de su valor en el mercado internacional. El hotel estaba construido en imitación Tudor, con vigas oscuras…(p. 132).

Esta postura en general poco “pedagógica” frente a su destinatario,[25] también se observa en la utilización de términos en español sin explicitar su significado y sin marcas gráficas que señalen algún tipo de distanciamiento:

At lunch we sat under a painting of one of General Rosas’s gauchos (p. 5).

It’s far to Señor Philips. He lives up in the sierra (p. 11).

After lunch Eddy gave me his room for a siesta (p. 31).[26]

Se podría decir que, enfrentado a un universo referencial desconocido, el enunciador incorpora, en algunas ocasiones, términos en otro idioma que se le aparecen más ricos en significación que sus traducciones. En otros momentos este recurso le sirve para otorgar verosimilitud al relato, simulando transcribir fragmentos de diálogo tal cual ocurrieron:

‘…They were one with their horses. Ah! Mi Indio!’ (p. 37).

The officer, a Lt Blanco, shouted ‘Arriba las manos!’ from behind a tree (p. 79).

J’aime bien la cuisine’, she said. ‘C’est une des seules choses que je peux faire maintenant’ (p. 82).

Qué inteligencia!, he said. ‘Oh Padre! Qué sabiduría!’ (p. 96).[27]

Este universo poco habitual al que el viajero se ve enfrentado también lo llevaría a buscar similitudes con lo ya conocido. De allí que la analogía sea un recurso privilegiado en los relatos de viaje, cuya utilización se remonta a los escritos de Humboldt y de los viajeros del siglo XVIII.[28] La apelación a esta figura también presupone un lector capaz de decodificar y comprender la comparación:

La cabaña de troncos era semejante a las norteamericanas (p. 60).

Sin duda Río Pico era parecido a la región de los Urales (p. 87).

Aparte del tejado de metal, nada la diferenciaba de las casas de cualquier aldea del sur de Alemania (p. 91).

Chatwin retoma además la tradición de los viajeros europeos en Hispanoamérica por medio de la inclusión de un mapa con el recorrido realizado[29] y de algunas fotografías. Los viajeros de antaño solían alternar sus textos con ilustraciones e incluían referencias cartográficas que precedían a las descripciones. Estos gráficos, cuadros y dibujos otorgaban veracidad a la narración y la completaban (Cicerchia, 2005), y le permitían adquirir el valor de documentos históricos.

Sin embargo, a diferencia de aquellos trabajos, las fotografías de Chatwin no se entrelazan con sus descripciones. Aparecen agrupadas en la mitad del libro, descontextualizadas y sin explicitar si son o no de su autoría, por lo que adolecen de falta de rigurosidad para convertirse en verdaderos documentos históricos.[30] Es cierto que, en línea con la tradición que recoge, estas imágenes contribuyen a otorgarle verosimilitud a la historia y, en el caso de aquellas que no hubieran sido tomadas por él, su hallazgo podría justificarse entre los recuerdos familiares, ya que el narrador declara que el primo de su madre, cuyos rastros persigue durante buena parte del libro, viajó y vivió en la Patagonia.

Finalmente, la ya mencionada intercalación de capítulos enteros con historias de viajeros de antaño, bandidos norteamericanos o personajes que no se vinculan con el presente del relato -muchas veces sin citar las fuentes-, implica la construcción de un destinatario conocedor de cierta literatura de viajes y aventuras.

En suma, Chatwin construye un destinatario culto, con conocimientos de idiomas, capaz de entender los guiños del narrador, y de seguir y distinguir las historias y leyendas sobre la Patagonia que entremezclan en su relato.

d. El encuentro con el “otro”

El viajero sale de su territorio habitual para ir en busca de lo desconocido, del encuentro con el “otro”. Para analizar la relación que se establece entre un nosotros y un otros seguiremos los postulados de Todorov (1982), quien distingue tres planos a partir de los cuales se constituye este vínculo: un plano axiológico, es decir, el del juicio de valor (el otro es bueno o malo, igual o inferior a mí); un plano praxeológico, que supone una acción de acercamiento/alejamiento en relación con el otro, a partir de la cual se adoptan los sus valores, se lo asimila, se produce una identificación con él, se le impone la propia imagen o se es indiferente; y un plano epistémico, vinculado con el conocimiento de la identidad del otro, que puede ocurrir en diferentes grados.

Desde un punto de vista axiológico, el “nosotros” del narrador Chatwin se encuentra la mayoría de las veces con “otros” similares a él (extranjeros) y, en algunas ocasiones, con “otros” inferiores (indios y peones). Con relación a estos últimos, es posible rastrear en Patagonia la presencia de la tradicional dicotomía civilización/barbarie, que se remonta a los textos de los viajeros del siglo XIX, tales como Humboldt o Von Martius, quienes registraban descripciones de indígenas como “bárbaros” o carentes de “cultura y civilización”.[31]

En Patagonia aparecen descripciones que oponen expresamente la civilización a la barbarie:

Tallados en ambos costados había relieves en bronce que representaban la civilización y la barbarie. La barbarie mostraba a un grupo de indios tehuelches desnudos, con macizos músculos, al estilo soviético. Los galeses aparecían del lado de la civilización (p. 35).

Rolf Mayer, paisano con sangre alemana e indígena, se ocupaba de la carnicería. (…) clavaba la punta del cuchillo en el punto sobre la panza donde la piel está tensa, y la sangre tibia brotaba sobre sus manos. Le gustaba la tarea, y eso se advertía por la forma como entornaba los ojos, estiraba el labio inferior y aspiraba el aire entre los dientes (p. 82).

Es notorio que el contacto físico que Chatwin establece con el “otro” -desde un plano praxeológico de análisis- se reduce prácticamente al encuentro con extranjeros inmigrantes, predominantemente europeos, que habitan en la Patagonia. Son contados los casos en que el “otro” en trato directo con el sujeto del enunciado es un indígena o nativo del lugar.

Roberto Payró, en La Australia Argentina (Excursión periodística a las costas patagónicas, Tierra del Fuego e Islas de los Estados), había notado ya en 1898 que los argentinos habitantes del sur se sentían extranjeros, debido principalmente a la indiferencia del Estado más que a la distancia geográfica. Roberto Arlt (1934) retoma esta hipótesis, señalando que la ausencia del Estado y el abandono de instituciones tales como la escuela pública y la policía, habrían incidido en la falta de consolidación de una idea de “nacionalidad compartida.” Podría pensarse que esta situación perduró hasta la década del ’70, cuando escribe Chatwin, aunque no sea posible establecer una relación directa entre la actitud del personaje del libro y la explicación antedicha. De todos modos, el narrador no hace este tipo de análisis en su texto ni parece interesado es descubrir las características de los habitantes nativos. Nombra en pocas oportunidades a los “argentinos” que encuentra en su camino y simplemente toma como un hecho dado el que la Argentina sea un país poblado por inmigrantes, cuya historia puede leerse en la guía telefónica.[32]

De allí que no haya “asimilación” o “adopción” de los valores del otro, en términos de Todorov, puesto que el otro con el que se relaciona es semejante a él. Casi pareciera que viaja para confirmar visiones esterotipadas y etnocéntricas sobre los habitantes del país, basadas principalmente en lecturas previas del autor[33] que lo alejan del encuentro con el “otro distinto”, a quien simplemente observa de lejos y  distingue por el color de su piel y fisonomía:

…[el ómnibus] se detuvo delante de un bar para que bajara una mujer indígena con su hijo. Había ocupado dos asientos con su volumen. Masticaba ajo y llevaba en las orejas argollas de oro puro y un sombrero blanco muy duro asegurado a sus trenzas (p. 24).

En este sentido, se puede postular que vuelve a asemejarse al pensamiento esencialista ilustrado de antaño, caracterizado por una visión homogeneizadora del otro.[34]

Las poblaciones indígenas estaban dispersas a lo largo de la línea ferroviaria, obedeciendo al principio de que siempre le fuera posible al ebrio volver a casa (p. 74).

Ni siquiera es posible hablar con la gente en este país. No es posible decirles que trabajaron mal, pues lían sus petates y se van. Si llegamos a decirles que algo marcha mal, son capaces de llenar de tajos a los animales cuando los esquilan. Le aseguro que es una carnicería, no una esquila lo que hacen (p. 95).[35]

Si bien menciona algunas costumbres locales, tales como tomar mate o hacer asado, no da cuenta de su participación en dichas actividades, que más bien parecen “adornar” el relato de su viaje. Puede que el idioma haya sido un problema para vincularse con los nativos aunque, de ser concebido como una imposibilidad para el narrador, probablemente lo habría explicitado en su texto.

Finalmente, desde un plano epistémico, podemos decir que el relato de Chatwin nos instruye más acerca de sus lecturas y encuentros con inmigrantes extranjeros en la Patagonia, que sobre las características y formas de vida de los nativos del país.

Consideraciones finales

El análisis del libro de Chatwin ha permitido señalar las características de un género que se sitúa en una zona de cruce entre la ficción y la no-ficción, por medio del trazado de una serie de ejes que permitieron identificar los distintos procedimientos estilísticos empleados.

En primer lugar, se analizaron los motivos que impulsaban al narrador al viaje. El principal motor del recorrido resultó satisfecho en el texto, ya que el protagonista encontró finalmente unas hebras de pelo en la cueva del Milodón, próxima al fiordo de Última Esperanza en la Patagonia chilena, para reemplazar aquel trozo de piel perdido que habitaba en casa de su abuela materna. Sin embargo, el hallazgo pareció generarle cierta desilusión: “Había cumplido el objeto de este absurdo viaje” (p. 267).[36] En este sentido, Colombi (2010) subraya el hecho de que las “crónicas de desplazamientos son, básicamente, relatos de espacio”, razón por la cual, a diferencia del cuento moderno, no se apoyan en un final de efecto sino que se “entretienen en el andar”.

Con relación al posicionamiento de la primera persona en el relato, señalamos oportunamente la identidad establecida entre autor, narrador y personaje, en un claro cruce con el género autobiográfico. Esto se vincula con una “pulsión de narrar, de hacer público lo que uno ha visto y vivido”,[37] pero también con la narrativización de un “yo” que incluye referencias que sólo él puede certificar.

Es la experiencia del autor sobre el terreno lo que legitima la autoridad de su voz, rasgo propio de la crónica periodística moderna, que combina mirada y escritura “para contar aquello que no se deja encerrar en los marcos asépticos de un género” (Reguillo, 2000). En la medida en que el relato es organizado a partir de la representación de su desarrollo cronológico, ya sea que siga un paralelismo o no entre el orden de la historia y el del relato,[38] establece cruces con dicho género. Si bien se logra un efecto de objetividad en el discurso por medio de distintos recursos, entre los que se hallan el de incluir la voz del otro mediante el uso de comillas[39] y en su lengua original, el relato analizado se distancia del género periodístico al no señalar claramente todas las fuentes de información utilizadas.[40] Otro recurso empleado para otorgarle verosimilitud a la narración ha sido la inclusión de mapas e ilustraciones que recogen la tradición de los antiguos viajeros decimonónicos, aunque se aleja de ellos y de los documentos históricos por su falta de rigurosidad.

Las descripciones de lugares, acciones y personajes ocupan un lugar central en el libro de Chatwin, quien se detiene en aquellos episodios o paisajes que llaman su atención, ostentando un saber enciclopédico y literario. En el encuentro con la alteridad pervive el prejuicio de “la civilización versus la barbarie”, lo que lleva a que el vínculo del personaje con los nativos del lugar se encuentre en la mayoría de las ocasiones mediado por el contacto con inmigrantes habitantes de la Patagonia. El narrador tampoco elabora profundas reflexiones sobre el contexto sociopolítico del país, el que parece mencionarse sólo para “ilustrar” los desplazamientos del “yo”, pese a que construye un destinatario de habla inglesa no familiarizado con la historia del lugar.

Finalmente, resta destacar que, aunque el autor afirme la veracidad de lo narrado, siempre cabe la ficción. Pero no sólo desde el punto de vista de la mentira o la invención, sino desde el momento en que no es posible repetir una experiencia pasada al relatarla: sólo es posible su representación y reconstrucción, mediada por los mecanismos del olvido y los intereses personales del emisor. Tal vez tendríamos que volver a debatir el concepto de “verdad”, en lugar del de ficción, como dice Saer (2004), ya que si todo lo que es verificable en escritos de no-ficción es en general anecdótico y secundario, la credibilidad del relato peligra si el autor abandona dicho plano.

Todo viaje combina la experiencia del viajero sobre el terreno y la representación posterior se hace de aquella, la que invariablemente se encuentra enlazada con el mundo imaginario del narrador. A veces pareciera no tener sentido discutir acerca de la veracidad o no de lo que se cuenta, cuando lo significativo es la verosimilitud del relato, es decir, si resulta creíble o no dentro del universo construido. De allí que, en línea con el planteo de Todorov (2009), la recepción de los enunciados resulte mucho más rica que su producción. Pero eso ya es un análisis que excede los objetivos de este trabajo y que bien valdría la pena explorar en investigaciones futuras.

Fuente principal

CHATWIN, Bruce (1977), In Patagonia, Denmark, Vintage Classics, 1998.

CHATWIN, Bruce, Patagonia, Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2006.

Bibliografía

ARLT, Roberto (1934), En el país del viento. Viaje a la Patagonia (1934), Buenos Aires, Simurg, 2008.

ATORRESI, Ana y otros, Lengua y Literatura. Los estudios semióticos. El caso de la crónica periodística, Buenos Aires, Ministerio de Cultura y Educación de la Nación, 1996.

BENVENISTE, Émile, “El aparato formal de la enunciación”, en Problemas de Lingüística general II, Madrid, Siglo XXI, 1974.

CICERCHIA, Ricardo, Viajeros. Ilustrados y románticos en la imaginación nacional, Buenos Aires, Troquel, 2005.

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[1] Tomo esta idea del trabajo de Claudia Torre (2003).

[2] Julio Ramos (1986).

[3] Su título original en inglés es In Patagonia (manejamos la versión de Denmark, Vintage Classics, 1998). Para las citas de este trabajo se utulizará la versión en español (Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2006). En algunos casos se recurrirá a la versión original para hacer hincapié en determinadas cuestiones que se pierden con la traducción y se lo aclarará.

[4] En adelante se citarán entre paréntesis sólo las páginas de este libro y se utilizará el sistema autor-año para el resto de las citas que no se refieran a esta fuente.

[5] Entiendo a la historia como aquello que es contado, cuyo tiempo es el tiempo cronológico del acontecimiento, que resulta independiente de la manera en que aparece representado en el relato (tiempo “real”). Véase Genette (1982).

[6] Sigo los postulados de Émile Benveniste (1974).

[7] También lo llamaremos “autor” en este trabajo.

[8] El primer acercamiento que se tiene a un libro está dado por sus elementos paratextuales, es decir, aquellos que conforman su periferia textual, tales como títulos, subtítulos, contratapas, solapas, prólogos, etc., y que sirven para otorgar información con respecto al texto y orientar al lector. Véase Genette (1982).

[9] También nos referiremos al enunciador como “narrador” en el análisis que sigue.

[10] Tomo la definición de “contrato de lectura” de Eliseo Verón (1985), para referirme a la relación que se establece entre un soporte y su lectura, que implica la construcción de una imagen de enunciador, una imagen de destinatario y una relación entre ambos.

[11] Traducción y cursiva propias.

[12] También lo llamaremos “personaje” en este trabajo.

[13] Uno de los indicios que permite establecer esta identidad es un episodio en el cual, de viaje por Esquel, el protagonista se encuentra con un inglés habitante de la Patagonia que le pregunta de qué parte de Inglaterra proviene. El personaje responde que viene de Gloucestershire, donde –según sabemos por su biografía- Bruce Chatwin tenía su residencia con su esposa Elisabeth (p. 49).

[14] Fernández Prieto (2005) señala que el autobiógrafo ha de validar la verdad del contenido de su relato, validándose a sí mismo como testigo, cargándose de autoridad moral, cognitiva y verbal.

[15] Por ejemplo en el capítulo 21, cuando se narra en tercera persona la historia de un norteamericano que llegó a la Patagonia a principios del siglo XX, y hasta se transcribe una carta de su autoría escrita en primera persona. Recién al final del capítulo el narrador revela que se trata del bandido Butch Cassidy.

[16] Otro ejemplo de los cruces con el género periodístico aparece en las múltiples entrevistas que el narrador efectúa, que inciden en el recorrido que traza el viajero y en su modo de narrar: “Según me informaron, en 1945 trabajaba en la fundición de acero un tal Charles Amherst Milward” (p. 148). La cursiva es propia.

[17] Hay que señalar que al final del libro incluye las fuentes utilizadas, algunas de las cuales se mencionan en el texto, pero que no son todas las empleadas. Así, gran cantidad de citas del relato carecen de referencias.

[18]Chatter Chatwin”, haciendo un juego de palabras en inglés con su apellido.

[19] Traducción propia.

[20]I don’t believe in coming clean”. Citado en Theroux (1991).

[21] Es el caso, por ejemplo, de Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, escrito bajo la forma de cartas dirigidas a su amigo Santiago Arcos. Julio Ramos (1986) explica que, en tanto el destinatario del género epistolar permanece en el lugar de origen, constituye el marco de referencia a partir del cual el “otro mundo” adquiere sentido y se convierte, para el viajero, en materia interpretable por comparación.

[22] Entendemos, con Eliseo Verón (1987), que todo sistema productivo deja huellas en sus productos y que aquel puede ser reconstruido a partir de la manipulación de los segundos.

[23] En español y cursiva en el original.

[24] Textual y sin traducción en el original.

[25] Tomo esta noción de la de “discurso pedagógico” de Eliseo Verón (1985). Si bien existen en el texto algunos contados ejemplos de discurso pedagógico, como cuando el narrador explica lo que es un “asador” (p. 30) o qué son las “bombachas de gauchos” (p. 39), en la mayoría de las ocasiones dicho conocimiento se da por sentado.

[26] Todas las citas en inglés son extraídas de la versión In Patagonia, Denmark, Vintage, 1998. Se incluyen en este idioma para subrayar su falta de traducción y de marcas gráficas que las distingan.

[27] Ídem nota anterior, aquí en itálicas en el original.

[28] Véase sobre este tema los trabajos de Cicerchia (2005), Ramos (1986), Torre (2005) y Saítta (2008), entre otros.

[29] El mapa sólo se incluye en la versión original en inglés.

[30] Las fotos, según describen sus epígrafes, pertenecen a una estancia inglesa, una familia en Gaiman, un vagón de ferrocarril, una casa de campo galesa, la casa de un español, la casa de Charley Milward, la cueva de Última Esperanza y la expedición de Eberhard. Entendemos que esta última no pudo ser tomada por Chatwin, ya que, según relata luego en el capítulo 90, la expedición liderada por Herman Eberhard a la cueva de Última Esperanza se produjo en 1895.

[31] Véase el trabajo de Cicerchia (2005), capítulo IV.

[32] “La historia de Buenos Aires figura escrita en la guía telefónica. Pompeyo Romanov, Emilio Rommel, Crispina D. Z. de Rose (…) describían una historia de exilio, desilusión y ansiedad detrás de las cortinas de encaje” (p.11).

[33] “En el siglo XVI, Alonso de Ercilla escribió un poema épico en honor de este pueblo y le dio el nombre de La Araucana. Voltaire lo leyó y por intermedio de él los araucanos ganaron su candidatura para el “buen salvaje” en su versión violenta. Siguen siendo violentos y lo serían mucho más si dejaran de beber”, p. 25. La cursiva es propia.

[34] Cicerchia señala que “todos los rasgos de la fisonomía indígena quedan subsumidos en un modelo estereotipado” por parte de los exploradores-científicos del siglo XIX. “Mientras que el tipo blanco es diferenciado con rasgos individualmente reconocibles, el otro carece de individualidad y por lo tanto de humanidad” (2005: 97).

[35] Muchas de las opiniones vertidas en el libro sobre los pobladores nativos son colocadas en boca de “otros extranjeros”, como en la entrevista a un escocés que aquí se cita. La cursiva es propia en ambos fragmentos.

[36] La cursiva es propia.

[37] Fernández Prieto define la autobiografía como el surgimiento de “una pulsión, un ejercicio de lucidez y de resistencia de un sujeto que se sabe superviviente” (2005).

[38] Este tema puede ampliarse en el trabajo de Atorresi (1996).

[39] Rodrigo Alsina (1996) denomina “ritual estratégico” a este efecto de objetividad propio del periodismo, que consiste en generar en el lector la idea de que no existe ningún tipo de mediación entre el acontecimiento y su representación.

[40] Hay que señalar, junto con Ford (1985), que los cruces entre la literatura, el periodismo y la crónica (que el autor denomina formas de la non fiction) han sido constantes desde el desarrollo del periodismo, en los siglos XVII y XVIII. A partir del siglo XIX la literatura comenzará a buscar su especificidad y se distinguirán los diferentes géneros discursivos. Ford señala que el periodismo no sólo se alimentará de ellos, sino que ejercerá una fuerte influencia sobre el resto, estableciendo interrelaciones e introduciendo nuevas formas discursivas.

Una respuesta to “Bruce Chatwin en tierras de Patoruzú”

  1. Algunos libros y librerías (más o menos) argentinos Says:

    […] que entretenían a sus tribus al amor de la lumbre. Dicen los que saben (véase, por ejemplo, Bruce Chatwin en tierras de Patoruzú) que la fidelidad del autor a la realidad de la inmensa región sudamericana es más que […]

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