Banksy en La Rural: la salida es por la tienda de merchandising

26/09/2022

Palermo. Las paredes hablan. «Somos la especie en peligro de extinguirlo todo». Cuánta razón. Estoico, el deshilachado afiche del movimiento de liberación animal, Voicot, resiste de cara a la oligarca Rural. A unos pasitos, en lo alto del cielo nublado, otro cartel. Señalética firmada por el Gobierno de la Ciudad de la furia larretista. El Gran Hermano PRO advierte: «Espacio monitoreado por cámaras de seguridad». Sobre la fachada del centro de exposiciones, otros dos avisos. Blancos, radiantes, prolijos, seductores. Por supuesto, vendedores. Se lee, con acento british: «Banksy: Genius or Vandal?». Subrayado, en criollo: «Exposición no autorizada». ¡Albricias, la contracultura llegó a La Rural! La paradoja de acercarse a la estrella distante del arte callejero antisistema en un paseo ordenado por pulcros salones, audioguía y anteojitos de realidad virtual. Falta calle. Tan obvio en un espacio apropiado por los dueños del campo.

Igual parece que la expo funciona. Los 70 originales de Banksy, propiedad de generosos coleccionistas –todas galerías que venden obras del artista británico en sus webs–, vienen de una larga gira con escalas en Madrid, Nueva York, Milán, Lisboa, Moscú, Las Vegas, Tokio, Bruselas, Hong Kong y mucho más allá. Millones de visitantes, suculentas recaudaciones, show business. Sin dudas, el mercado del arte (de ese arte, al menos) goza de buena salud tras la miserable pandemia.

Mientras tanto, el cotizado Banksy patalea en internet contra las exhibiciones no consensuadas. «Trátenlos en consecuencia», cierra su queja de bandoneón virtual. El artista acompaña la diatriba con una imagen. Un grafiti en la fachada de una expo. Una sola palabra tatuada: «Fake».

Antes de ingresar al predio, Bernardo, treintañero profesor de Historia llegado desde Montserrat, dice que ni fu ni fa con la polémica: «Si quiero puteríos, veo un programa de chimentos. Yo soy hincha de Banksy, porque nos canta la posta de cómo nos caga el sistema, de cómo nos explota el capitalismo, y lo hace arte. Eso sí, hablando de capitalismo, saladito el precio para el sueldo docente». La entrada en Buenos Aires cuesta 3000 pesos. La salida vemos.

Pibe capucha

Los grafitis son una forma de guerrilla. Una manera de pelearle el territorio y el poder a un enemigo siempre más grande y mejor equipado. Banksy amplió el campo de batalla del arte urbano desde las calles de su Bristol natal a la aldea global.

Corrían los ’90 en el Reino Unido: Tony Blair, «Cool Britannia», Tercera Vía. Mucho maquillaje, menos Estado de Bienestar, más límites para las libertades civiles. Un continuado remozado de los ochenta de la Thatcher. También, épocas de raves, trip hop, stencil y resistencia contracultural herederas del punk en las islas piratas. Esta ensalada alimentó al cachorro Banksy.

El puntapié inicial de la expo es un viaje a los tiempos germinales del artista anónimo. Cómo dar la cara. Pintar paredes es un delito. «Si el grafiti cambiara algo, sería ilegal». Fotos y más fotos de época –firmadas por Steve Lazarides, su amigo y primer agente– que muestran a un flaco siempre encapuchado. Sobre la identidad real de Banksy se han tejido mil y una leyendas. Que es el provocador Damein Hirst, el decorador Robert Bank, el músico Robert Del Naja. Frío, frío, frío. «En el fondo, todos somos Banksy», dijo el cantante de Massive Attack.

Cerca del espacio que recrea el estudio–galpón del artista pululan Lucas y Celia, una expareja de jubilados bien empilchados: «Nos conocimos hace 61 años, la vida nos separó, hace poco nos reencontramos y acá estamos festejando, rodeados de arte». El caballero dice saber mares sobre muralismo: «No digo que Banksy sea Diego Rivera, pero tiene su sello personal. Es contestatario, antisistema y también amoroso. Me gusta mucho la obra del joven lanzando ramos de flores en vez de una bomba molotov. Los años me enseñaron que hay que amar y protestar más». La obra, una serigrafía en papel, puede apreciarse en la exhibición. Se titula «Love is in the air», pero las masas la rebautizaron «El lanzador de flores». Banksy la pintó por primera vez en una pared de la frontera salvaje que asfixia a Palestina, donde también instaló un hotel con vista a los muros. El año pasado fue subastada por la casa de remates Sotherby’s. Casi 13 millones de verdosos dólares. Clink caja.

La llanura de los chistes

Serigrafías, grafitis, stencils, instalaciones, videos. Los originales del británico se esparcen en varias salas hermanadas por ejes temáticos. El capitalismo salvaje, el rey consumo, el drama de la migración, las guerras imperialistas. «Creo que son una protesta sutil, elegante, y a la vez muy potente. Banksy muestra lo sometidos e idiotizados que estamos», reflexiona Agustina, estudiante chilena, justo frente al cuadro que muestra a unos pibes haciendo flamear una bolsa de supermercado como bandera. No muy lejos, un stencil grita: «No podemos hacer nada para cambiar el mundo hasta que el capitalismo se derrumbe. Mientras tanto vayamos de compras para consolarnos».

Un océano de imágenes cargadas de filosa crítica, pero también de mucho humor. Lenin en patines con el logo de Nike, la reina Victoria disfrutando un cunnilingus, Steve Jobs como refugiado sirio, angelicales policías antidisturbios con caritas de «smile» o tomando generosas líneas de cocaína. También los billetes falsos con la cara de Lady Di que el británico arrojó a una multitud en 2004, durante los festejos del carnaval de Notting Hill. Papel moneda respaldado por el «Banksy of England».

Inés es una jubilada que vino de visita con toda la parentela. Esta tarde tiene su bautismo de fuego con el street art: «Todo muy lindo, me gusta el cruce que hace entre el arte y la política. Es parecido a mi artista favorito, Nik, que es un genio». Un chiste sin remate posible. A Iñaki lo dejó en llamas «Napalm», el dibujo inspirado en las fotografías de Nick Ut que muestra a la niña Kim Phuc tomada de la mano de Ronald Mc Donald y el ratón Mickey: «Qué mierda es la guerra, ¿no? Yo sí creo que el arte puede ayudar a que no existan más. Pero eso seguro no depende de nosotros». Otro stencil de Banksy reza: «Los crímenes más grandes del mundo no son cometidos por gente que rompe las reglas, sino por los que las siguen. Es la gente que cumple órdenes las que lanzan bombas y masacran pueblos».

Globos de ensayo

«Desempleado del mes». Eso dice el pin «irónico» que lucen los trabajadores de la muestra en sus pechos. Pibes y pibas del ejército de reserva del mercado laboral que se hacen unas monedas con mucha intermitencia. Una laburante comenta al pasar: «Por ahí veo un cuadro y me siento representada. Eso de que el sistema nos explota, trabajar para nada, para consumir. Era más fácil trabajar en la muestra de Van Gogh, puras flores».

Pegadito al aburrido tour virtual se encuentra la cereza del postre: una sala entera dedicada a la afamada «Niña con globo», la Gioconda de Banksy. Foto obligada para subir a Instagram. Banksy la creó como mural en 2002 bajo el puente de Waterloo. Una copia original en papel fue subastada en 2018 por más de un millón de libras. Lo curiosos fue que la obra resultó semidestruida por una trituradora pocos segundos después de ser adquirida. La serigrafía deshilachada fue vendida nuevamente en 2021 por casi 19 millones de libras. Terminó rebautizada: «El amor está en la papelera».

Sin indirectas, la salida de la muestra es por la tienda de merchandising. «Destroy capitalism», se lee en una remera que cuelga sobre las cabezas de los empleados. Hay afiches, calcos, tazas, posters, pines, lápices con el sello Banksy. ¡Lleve, nomás! Pago al contado. Atención al consumidor, a la consumidora: no hay precios cuidados. «

Crónica de Nicolás G. Recoaro, publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Miguel Hernández, el rayo que no cesa en Orihuela

11/07/2022

 En la mañana diáfana del sábado Orihuela se ve bonita hasta en Google Maps. Anoche llegué a esta ciudad de la provincia de Alicante desde Madrid, en uno de esos trenes de alta velocidad que vuelan sobre los rieles. El viaje fue corto y acelerado como un recital de La Polla Records. ¿Habrá algo más bello que la velocidad, como decía Marinetti? Sí, que un amigo de toda la vida te espere en la estación de su pueblo adoptivo cuando se derrumba el sol luego de un viaje transoceánico, de la pedante burocracia migratoria antisudacas de Barajas y de casi mil años sin vernos. ¿Habrá algo más bello que el abrazo de un amigo?

Con Roberto nos conocemos de muy pibitos. Una amistad forjada en el patio de los maristas, en el scrum del Rugby Club Los Matreros, en las andanzas y desandanzas por las venas abiertas de América Latina. Roby dejó atrás nuestras pampas hace más de una década. Es médico. Terapista intensivo que pelea día a día, cara a cara, contra la parca. Mi amigo el doctor se gana el mango curando gente en hospitales de la Comunidad Valenciana y de Murcia. Me cuenta que vienen de ganarle a duras penas la guerra a la miserable peste. Lo escucho mientras desayunamos en la mañana pedregosa de cara a la huerta que está cosida a su casa. Las naranjas brillan como si fueran de oro, yo tomo té y pienso en la pandemia. En cómo nos hizo entender a la fuerza lo que es la melancolía. Saudade de lo que no va a volver. Miro una vez más la silueta de Orihuela en la lejanía y pienso en Miguel Hernández, el poeta máximo que parió este pueblo vecino del Mar Mediterráneo. “Elegía” es uno de sus poemas más brillantes. Una luminosa perla negra de 15 tercetos y un cuarteto dedicados a Ramón Sijé, su amigo eterno, sorprendido por la muerte a los 22 pirulos. Canta el poeta: “No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra ni a la nada. (…) A las aladas almas de las rosas… / de almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero”.

Las palabras de Hernández llegan a la mañana oriolana como un rayo que no cesa. Liquido el té y le confieso a mi amigo que quizá esta crónica sobre la estela del poeta es solo una coartada. Un pretexto para escribir sobre el presente de un pueblo sacrificado, las heridas de la Guerra Civil española y los fantasmas de la dictadura franquista. Acerca del amor, la vida y la muerte, los grandes temas de la obra hernandiana. Pero también, una excusa para escribir sobre la amistad. ¿Acaso no es eso también la poesía?

Una crónica de Nicolás G. Recoaro, se lee en el diario Tiempo Argentino, por acá.

España desde el Sacromonte

30/05/2022

 Volando voy, volando vengo por la subida empinada que lleva al Sacromonte. En el camino, yo me entretengo. En el arrabal gitano cosido al barrio Albaicín de Granada, la meca del flamenco luce sus galas plebeyas. La noche del adelantado verano hispánico es tórrida. Más de 30° de térmica cuando se derrumba el sol sobre la gloriosa fortaleza de la Alhambra. Entonces desde el atardecer comienzan a arder las zambras en las alturas. Las cuevas donde bailaoras, cantaores y sultanes de la guitarra le echan leña al milenario arte gitano. Un infierno encantador.

Los gitanillos del Sacromonte, Sevilla, Cádiz y mucho más allá también levantan temperatura cuando hablan del difícil presente de Andalucía. El sur siempre olvidado, pisoteado, relegado de España. Un romancero gitano que tiene como telón de fondo las penas que dejó la miserable pandemia. Inflación de casi dos dígitos el año pasado, desempleo para arriba, actividad económica estancada, crecimiento de la extrema derecha y mil y una penurias más. Si hasta vuelve el fugado rey Juan Carlos para correr una regata y saludar a la parentela. “La monarquía solo sirve para robar”, me dice José María, un chofer de bus que peregrina a las cuevas con su novia. “Ahora volvió el turismo, pero fueron dos años perdidos. Cerraron zambras y restaurantes históricos, difícil todo. La Alhambra es lo que atrae, los turistas vienen apurados ahora para subir. Yo les digo que está ahí arriba hace 700 años. No se va a ir a ninguna parte”.

En la zambra de María La Canastera se van amuchando unos pocos parroquianos. La cueva fundada a principios del siglo XX por la capitana María, ícono granadino del tablao, es ahora piloteada por su nieto Enrique Carmona. La familia lleva más de cien años de tradición flamenca. Canto, baile y goce pese a la malaria. Enrique toma un cafelito y reflexiona: “Se empiezan a ver turistas de nuevo. Tienen ganas de disfrutar, dejar las penas de la pandemia atrás. Para eso estamos, hombre. Los gitanos pasamos peores, pero nos vendría bien una mano, una ayuda del gobierno a las zambras, que somos pura cultura”.

Antes de que empiece la jarana, José Fernández afina la voz, Antonio Heredia calienta los dedos y Juan José Bustamante se prepara para el taconeo potente como un terremoto. Don Carmona da la señal y se mandan al ruedo. Al despedirse, Enrique elige sin dudar un tema para musicalizar la realidad española: “Siempre algo de Camarón de la Isla. Vamo con ‘Como el agua’. Ese que reza ‘Luz del alma mía, divina / Que a mí me alumbra mi corazón / Mi cuerpo alegre camina / Porque de ti lleva ilusión’. Vamo a estar mejor”.

Post Scriptum: hace 110 años, Marino de la Santísima Trinidad García dejó la malaria andaluza con una mano atrás y otra adelante. En Argentina fue peluquero, empleado, laburante, militante anarquista. Esta tarde su bisnieto pudo conocer su Motril natal. Puse las patas en esa fuente marina de aguas celestes. Renací en el Mediterráneo. 

Crónica de Nicolás G. Recoaro, publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Perfil de un internacionalista

25/04/2022

Facundo Molares Schoenfeld camina sereno por un pasillo de la Unidad 6 de la cárcel de Ezeiza. En su recorrido hasta la enfermería, su cuerpo es rozado por los rayos blancos del sol que se filtran entre las rejas. Mientras escucha las órdenes de los grises guardias de la escolta, el militante social y fotorreportero argentino, exmiembro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC), pispea el cielo diáfano del bello abril en un pulmón interno. Camina y piensa. Quizá en el juicio de extradición a Colombia que enfrenta. Quizá en su padre, en su hermana, en sus amigos y compañeros que lo esperan afuera. Quizá en el Conurbano profundo donde nació en los años setenta, en la Patagonia rebelde de su adolescencia durante el menemato, en sus derivas iniciáticas por las venas abiertas de América Latina, en la exuberante selva Amazónica que lo cobijó más de una década, en las jornadas agónicas peleando por su vida en la Bolivia de facto de Jeanine Áñez. Quizá, no tengan dudas, también en recuperar la libertad.

Molares Schoenfeld se agita un poco, pero sigue andando. Deben ser los problemas de salud por los tres balazos de los golpistas bolivianos, el sobrepeso por el sedentarismo carcelario, los días interminables a la sombra. Ya son demasiados los meses que lleva confinado en el penal federal de máxima seguridad. Fue detenido en noviembre pasado en la localidad chubutense de Trevelin, donde había hecho nido luego de ser repatriado desde La Paz.

Entonces, se abre la última reja que nos separa. El hombre de 46 años saluda al entrar a la enfermería con un fuerte apretón de manos, se acomoda en una silla, mira recto a los ojos y dice que quiere hablar. Es momento de contar sus verdades, sus principios, sus muchas historias en el campo de la lucha popular. La larga marcha de un internacionalista.

El pasado miércoles 20 de abril comenzaron vía Zoom las audiencias del juicio de extradición contra el militante comunista del Movimiento Rebelión Popular. El pedido fue realizado por el gobierno colombiano del derechoso presidente uribista Iván Duque. El fuero penal ordinario del país andino-amazónico- caribeño acusa al excombatiente de la Columna Teófilo Forero del secuestro del concejal Armando Acuña, ocurrido en marzo de 2009 en el municipio de Garzón, departamento del Huila, en el sur de Colombia. El requerimiento fue rechazado por la defensa y por organismos de Derechos Humanos. Consideran que los delitos que se le imputan al periodista de la revista Centenario ocurrieron antes de 2016, por lo que están encuadrados en el Acuerdo de Paz firmado por el Estado colombiano y la guerrilla. El juez federal a cargo de la causa es Guido Otranto, señalado por diversas irregularidades en la investigación por la desaparición y muerte de Santiago Maldonado. El próximo viernes 29 de abril concluye el proceso. “No quiero ser extraditado y no corresponde –dice Molares Schoenfeld-. No participé de esa retención política, hasta el concejal lo manifestó. La única tarea que tuve fue entregarlo a una comisión humanitaria mediante un acuerdo con el Estado, en el marco de los diálogos de paz ya encaminados. Si quería, me quedaba en Colombia. Pero elegí firmar el acuerdo, volver a mi tierra para ver a mi padre, para ver la tumba de mi madre, para ver a mi pueblo. Yo quiero seguir peleando en libertad, no ir preso.”

Hijo de las luchas

“Uno a veces reflexiona en la vida para entender lo que es y lo que hace. Soy nacido en 1975, hijo de una generación que luchó mucho en la Argentina. Ese es mi primer condicionante. Siento orgullo de mis padres”, dice Facundo con la mirada encendida. Los Molares Schoenfeld la pasaron fulero durante la dictadura. Papá Hugo, militante sindical del Hospital Ciudadela, zafó de milagro de ser chupado por los grupos de tareas. “Vivíamos en José C. Paz, entre baldíos y calles de tierra, me acuerdo de los camiones de los militares, el miedo del barrio. Eso marca”.

Después de la primavera democrática y con el crac económico del gobierno de Alfonsín, la familia empobrecida decidió dejar Buenos Aires y partir a la Patagonia con el sueño de forjarse un futuro mejor. Comenzaba la pesadilla del menemismo. “Años en que no podíamos comer un pedazo de carne. Mis viejos eran comerciantes. En paralelo mi papá estudiaba Derecho y mi mamá terminaba el secundario. Eran tiempos de muchos rebusques para hacer unos pesitos”.

También de una fuerte educación sentimental y militante. Las marchas contra la Ley Federal de Educación, la defensa de la escuela pública, las tomas. Con apenas 14 años, el joven Facundo puso el cuerpo, se hizo comunista y leía los diarios del Che Guevara. “Un ejemplo imperecedero, un imán para los jóvenes. Su ejemplaridad, su voluntad de dejarlo todo por una causa justa, eso me impulsa hasta hoy.”

Cuando terminó el secundario -es técnico forestal-, Molares Schoenfeld decidió volver a Buenos Aires para estudiar, justo antes de que la Alianza neoliberal estallara por los aires en el 2001. Se instaló en el Bajo Flores, en la estigmatizada villa 1-11-14, donde militaba. Vivía en una piecita que forjó con sus manos. “El 19 y 20 movilizamos con el barrio entero, vecinos que fueron por primera vez al centro. Cómo no participar en una manifestación social de ese calibre. Los gases, los escuadrones que andaban en autos sin patentes y tiraban a mansalva. Fue un gran sacrificio del pueblo heroico, que se desperdició. No surgió una nueva realidad. El sistema se recompuso. Volvieron todos los que se tenía que ir. Me acuerdo de que en las protestas, un muchacho gritó ‘La ciudad es nuestra’. Por un rato. La ciudad es nuestra cuando el pueblo puede vivir con dignidad, con trabajo, con futuro. La sensación de esos días fue agridulce.”

Pocos meses después, desencantado, Facundo vendió sus pocas pertenencias y decidió salir a la ruta. Conocer la realidad del continente de primera mano. Como aprendió del Che.

Plan Colombia

Cataratas, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador. Miles de kilómetros recorrió Molares Schoenfeld hasta llegar a Colombia. En la carretera se ganaba la vida changueando. Fue electricista, carpintero, albañil. En paralelo compartió las injusticias sin fronteras que sufren los olvidados de América.

Cuando entró a Colombia tuvo una epifanía al ver una pintada de las FARC en la puerta de un cuartel del Ejército. “Decía ‘Hasta la victoria’. Desde que ponías un pie en esa tierra era imposible abstraerse de la realidad. La lucha era muy poderosa. Me fui quedando. Escuchaba las historias de los campesinos desplazados, los masacrados por los paramilitares, la pobreza extrema, la prosperidad que habían tenido en los años de la guerrilla. Ver esa realidad y mi recorrido me hicieron sumarme a las FARC. Era jugársela, vengo a ofrecer mi corazón. Como decía el Che, dejar anotado a quién hay que avisarle en caso de perder la vida.”

En julio de 2003, con 27 años, se sumó a la Columna Teófilo Forero en Los Pozos, un pueblito donde el presidente Pastrana y el líder guerrillero Marulanda habían firmado un fallido acuerdo de paz dos años antes. Facundo Molares Schoenfeld adoptó el seudónimo de “Camilo Fierro”: el nombre, por Cienfuegos y el cura Torres. El apellido, por un viejo apodo de su padre sindicalista. En la selva sus compañeros los llamaban simplemente “El Argentino”.

Por su formación, fue instructor político de la Teófilo. Organizaba a la comunidad. Así se curtió en la selva amazónica. Ese espacio “apasionante, apabullante: los insectos, los animales, las plantas que tenía mi vieja en su casa pero gigantes”. La vida era nómade, en perpetuo movimiento para evitar las bombas del Ejército. “Como caminar desde acá hasta Rosario o Mar del Plata.” Muchas veces, hace memoria Facundo, estuvo a punto de perder la vida. “Zafé por la fortuna y la rapidez de piernas. Cuando te ataca un avión con toneladas de explosivos, valen las piernas, no es cobardía. Es inteligencia. Me tocó enterrar a muchos compañeros destrozados. Personas que no deberían haber muerto.” Reinaban el Plan Colombia, alimentado por los fondos estadounidenses, y el señor matanza al frente del Poder Ejecutivo. “Uribe gobernó ocho años y dejó 100 mil desaparecidos. Ustedes comparen con quién quieran. Millones de campesinos desplazados. La realidad colombiana, que sigue hasta el día de hoy. Se exacerbó después de los diálogos en La Habana porque no existe un contrapeso. Los campesinos no querían que se fueran las FARC.”

¿Usted tuvo discrepancias abiertas sobre cómo la guerrilla conducía el proceso?

-Hubo discusiones internas. Yo creía que el acuerdo era un calco de los fracasos anteriores. Ya era previsible lo que sucede hoy, con asesinatos de líderes sociales y exguerrilleros. Tuve consecuencias por manifestar mi desacuerdo con los términos del acuerdo, no con alcanzar la posibilidad de la paz. Fui castigado y apartado.

-¿Cómo fueron sus últimos tiempos en las FARC?

-Hubo un proceso de desmovilización. Viajamos tres días en canoa remontando el río Putumayo hasta un pueblo llamado Las Carmelitas para entregar las armas. Yo firmé un documento, que está en poder de las Naciones Unidas, eso impide la extradición. Dejé el campamento a la luz del día, me despedí de mis compañeros de 15 años. Sentí tristeza por el pueblo colombiano, porque su sufrimiento no terminó y se merece una vida mejor.

Bolivia, cárcel y el después

De regreso en la Argentina, Molares Schoenfeld decidió seguir la lucha por otros medios. Se hizo comunicador popular. En 2019 partió hacia Bolivia, para retratar el golpe de Estado contra el gobierno de Evo Morales. Estuvo en la opulenta Santa Cruz de la Sierra, en el oriente opositor al gobierno del MAS. Tierras de las fascistas juventudes cruceñistas. Fue herido cuando cubría un enfrentamiento en la localidad de Montero. Recibió tres disparos. “Estuve a punto de morir, 23 días en coma inducido, y los médicos que me salvaron terminaron presos. Perdí casi toda la visión en el ojo derecho y tengo un problema cardíaco por las balas de los golpistas. Terminé preso 13 meses acusado de terrorista en Chonchocoro, la cárcel de máxima seguridad, a casi 5000 metros de altura en el Altiplano. Enfermé dos veces de Covid, dormí meses sentado contra la pared.”

En diciembre de 2020, sin la usurpadora Áñez en el poder y con una campaña internacional por su liberación, Facundo fue finalmente repatriado a la Argentina.

En noviembre pasado, fue detenido en el sur. Pasó por el penal de Rawson y desde hace unos meses espera el juicio en Ezeiza. Facundo suspira hondo y dice que no baja los brazos. Que su sueño de formar una familia y de tener un hijo lo mantienen vivo y le dan fuerzas para seguir peleando. “No me arrepiento de nada, siento orgullo por lo que hice con toda bondad y honestidad. Eso es ser internacionalista. Demostrar solidaridad con los pueblos del mundo.”

Antes de volver a la sombra del pabellón, Molares Schoenfeld mira una vez más los rayos del sol tibio de otoño que se filtran entre los barrotes. Deja un mensaje postrero: «Después de tanto camino recorrido, acá me siento como un gato montés en una jaula de conejos. Me hace falta el camino de tierra, los kilómetros, la libertad».

Un perfil firmado por Nicolás G. Recoaro. Publicado en Tiempo Argentino, por acá

Crónica de un río seco

19/01/2022

 Son islas rodeadas de tierra. Donde había agua, con suerte, barro queda. La bajante histórica del río desnudó a los yuyos, a las piedras, al fondo rocoso que por estos días arde. Del húmedo Paraná, los isleños sólo conservan un recuerdo a secas.

El pescador José “Chemo” Ramírez hace memoria bajo un sauce en la sede de Trabajadores del Río, una cooperativa enclavada en los arrabales de la ciudad santafesina de Villa Constitución. “Nunca pasó algo así. A nosotros nos mata. Al estar tan bajo el caudal, nada hay de pescado, desde Pavón hasta San Nicolás, donde trabajamos”, se lamenta Ramírez. Sirve un mate y sigue remando en sus recuerdos. “Para que se haga una idea, hace dos años, cuando empezó la bajante, cada pescador sacaba casi 400 kilos diarios. Tarucha, bagre, surubí. Ahora apenas 30 kilos. Ni el 10%, una miseria. Pero estamos acostumbrados. La vida del isleño es sacrificada.”

Chemo tiene 42 años, las dos manos curtidas por las redes y un chuchillo filoso en la cintura. Es nacido y criado en las islas de Gualeguay, acá cerquita, en Entre Ríos. La historia de su familia fue acunada por los brazos del Paraná. En sus años de gurisito costero aprendió el arte de la pesca: “Me enseñó mi abuelo Pasión Ramírez, que vivió hasta los 105 años. También mi viejo, Bonifacio del Carmen, que sigue laburando. Pescador se nace. Yo vengo de esa raza, de esa tradición.” Un linaje flotante heredero de canoas, lagunas, camalotes, redes, arroyos y espinel.

Chemo dice que con la seca y los calorones de los últimos meses, las lagunas cercanas al Paraná se convirtieron en grandes platos de sopa. “Se enferman los pescados por el agua caliente, salen podridos. Yo los miro a los ojos y me doy cuenta si están enfermos”. La malaria y el drama del Litoral –arriesga el pescador mientras chupa una vez más la bombilla–, son causados por las quemas, la destrucción del ecosistema, la avaricia de los dueños de la tierra: “Mi abuelo decía que esta era una zona rica, una mina de oro. Que iba a cambiar, la iban a explotar. Los grandes empresarios vieron el filo y andan haciendo desastres. Hay menos humedal, menos árboles, más ganado, más soja. Me lo dijo mi abuelo hace 30 años. Dicho y hecho.”

Ramírez tiene que volver al trabajo. Controlar la máquina de hielo escama, reparar un espinel, cerrar números con el contador de la cooperativa. Al despedirnos en el portón, confiesa que con sus 38 compañeros tienen temor de perder el trabajo por la bajante que no afloja. Quieren seguir a flote. “Es que somos de las islas, donde somos libres. Si nos sacan de nuestra casa, dónde vamos a ir. ¿A Rosario? ¿A Buenos Aires? Nos matan. Sin el agua, no sé qué vamos a hacer”.

Lo que perdimos en el fuego

Hace 20 años, Fernanda del Carlo vio el futuro prendido fuego en el horizonte. Mientras navegaba en una lancha por el río, pudo observar por primera vez cómo las llamas devoraban el humedal. Lo recuerda mientras camina por una plaza que tiene vista al puerto de Villa Constitución y a la Reserva Natural Isla del Sol. Cuando llega al límite del terreno, mira hacia la boca del Paraná, la triple frontera que hermana Santa Fe, Buenos Aires y Entre Ríos, y después otea otra vez el horizonte: “Desde ese día empecé a notar cómo cambió nuestro espacio. Cómo perdimos flora y fauna. Cómo se fue deteriorando el río. Cómo siguieron quemando. Cómo el Estado no hizo nada. No tengo dudas de que la bajante está relacionada con todo esto. Por eso nos organizamos.”

Del Carmen tiene 53 años y es vecina de Villa Constitución de toda la vida. Pone el cuerpo en la agrupación Salvemos a los Humedales. “Arrancamos hace dos años, cuando empezaron las quemas más intensas en plena pandemia. Abrías la ventana de mi casa y entraba el humo. Con varios vecinos decidimos comprometernos con los humedales y el río de otra forma, no tan individual y de disfrute, sino para cuidarlos.”

El mediodía es dantesco. La sensación térmica sin transpirar debe andar por los 40º en la ciudad. Fernanda señala la otra costa del río. Lo que queda del río. “Esa sombra negra que se ve es el veril, el borde. Imaginate una pileta que está con tan poca agua, que se ve la pared”. Hace unos días, el río sufrió el registro más bajo de su historia. Menos 34 centímetros. Hace apenas un mes atrás, tenía una altura de 70 centímetros. El promedio histórico para estos meses ronda los 2,70 a 3,10 metros.

El antiguo paisaje acuático de la Reserva Natural luce ahora ataviado de estricta etiqueta marchita. Más que el Litoral, parece la Puna. “De piba nos rateábamos del colegio y veníamos a remar acá. Como ves, las cosas cambiaron, ahora se puede pasear en auto”, explica Fernanda y señala el camino seco. Después, levanta temperatura y denuncia: “Los gobiernos hacen muchos anuncios. Van a poner un faro de conservación que avisa si hay fuego, pero todavía está en veremos. En realidad, si no ponen recursos ni voluntad en agarrar a los que prenden, que son los que hacen negocios inmobiliarios y la agroindustria, es la historia de siempre. Si no hacen algo, nos vamos a quedar sin humedales y sin río.”

Menos que cero

“Zona de aguas profundas”. En el Club Náutico de Villa Constitución, los veleros y las lanchas ignoran la advertencia del cartel. Duermen la siesta recostados sobre el bajofondo del amarre. “Que yo recuerde, nunca visto. Estamos debajo de cero. Mire la escalera. Esa es la altura normal del agua. Ahora se ve el piso, tres metros abajo”, enfatiza Eduardo Luna, caletero del club. El hombre se gana el pan moviendo las embarcaciones, bajando las lanchas al río ahora invisible. En las alturas de su puesto de vigilancia, en una torreta, Luna se siente triste. Como si recitara un poema de Juan L. Ortiz, el caletero reflexiona: “Es que el río para mí es todo. Como la sangre que va por mis venas. Mi trabajo, mi compañero, mi vida.”

Tato Massei es instructor de remo. Cuenta que esta mañana no pudo entrar al agua con sus alumnos. “Ayer a duras penas pudimos salir”, se queja el joven bronceado de musculosos brazos. “Afecta las fuentes de trabajo, viene menos gente al club. A lo sumo, se meten a la pileta”, agrega Tato. Para el deportista, entre las quemas, la tala de árboles y la Corriente de la Niña se armó una tormenta perfecta de la que es difícil salir. “No nos queda otra –se despide- hay que seguir remando.”

El Correntoso

El brazo del Paraná se llama El Correntoso, pero esta tarde sus pocas aguas tienen la fuerza de una canilla de cocina. “Si no lo vivís, es difícil contarlo. En la boca del río hay 30 centímetros, una locura”, asegura Juan Ramírez, un isleño apicultor. La bajante, suma el muchacho, cambió el día a día de los pobladores de esta parte de la Argentina. El hombre de río, acostumbrado a moverse en su canoa, se convirtió en sufrido peatón. “Todo al hombro llevo hasta mi rancho. Nafta, mercadería, materiales. Un viaje que era de diez minutos, ahora es de casi una hora. Ya son meses. Acá no vino nadie del Estado, el isleño se la arregla solo. Ya le dije, hay que vivir para contarlo”, dispara Ramírez y empieza la larga marcha hasta su casa. 

No muy lejos, Franco Gallego pasa las horas escuchando radio AM, bien cerquita de La Pendenciera, su bote. Es pescador. De los que saben leer el río. Gallego mira las gallinas que corren cerca del rancho, se acomoda las botas y al final se lamenta: “Estoy seco, como el río. Tocado. El Covid y la bajante parecen pestes de la Biblia. No me quiero ir de acá, me gusta esta libertad. ¿Qué voy a hacer en la ciudad?”.

A don Donato Figueroa lo encontramos reparando sus redes bajo la sombra de un arbolito. Lo custodian sus siete perros guardianes. Pila de años lleva viviendo en las islas. A cinco metros de su casa corría un arroyo por donde el agua ahora apenas gatea. Habla maravillas del Yanina, su fiel bote varado. “Sacábamos surubí, ahora lo ve al río, es todo tierra, yuyo verde”, dice don Figueroa, sonríe y no deja de mover las manos, esas manos diestras que son por sí mismas la historia viva del pescador litoraleño. Las manos que atan esos hilos que le dan de comer del río. Que no se corten.

Crónica de Nicolás G. Recoaro, publicada en Tiempo Argentino, por acá

La pesadilla del american dream en tiempos de la peste

28/12/2021

 El metro de la línea E avanza a los tirones por el túnel que cruza el siempre caudaloso East River. Destino final, el suburbio del suburbio de Queens, el más grande de los cinco boroughs que engordan a la ciudad de Nueva York. Para muchos, junto al Bronx, su patio trasero.

El vagón muestra un vacío ejemplar en el mediodía helado del martes. “Fueron demasiados los que perdieron el trabajo por la pandemia. Es que, en el fondo no volvió la normalidad, por eso ve tan pocos pasajeros”, explica Miguel, un jubilado que me acompaña en la travesía subterránea. Miguel cuenta que ya pasó los 70 pirulos. Tiene varias arrugas tatuadas en la frente, techadas por un gorrito azulado de los Mets, el equipo de beisbol de su barrio. Vive hace 60 años en la Gran Manzana. Llegó desde su natal San Juan, la capital de Puerto Rico. Se rompió el lomo durante décadas en una fábrica de autopartes. “Ya estoy retirado y no sueño en grande. Pero tengo un ángel que me protege –reza antes de bajar -. Mi mamá me dijo que cuando nací, sonaron las campanas de la iglesia en San Juan. Que Dios lo bendiga.” Al despedirse, Miguel se persigna en el desierto andén.

Un par de paradas más y el subte llega al multicultural Jackson Heights. Es uno de los barrios más diversos de Nueva York, uno de los barrios más diversos del planeta. El bar de La Guerra de las Galaxias a cielo abierto. Calles y más calles pobladas por decenas de colectividades. Llegaron de Asia, África, Sudamérica y mucho más allá. La mitad de su población de más de 150 mil habitantes nació fuera de las rígidas fronteras estadounidenses. Caminar por la calle 74, donde hicieron patria los migrantes de la India, es un viaje de ida a Nueva Delhi. En la 73 se amucha la colorida colectividad bengalí y sus marineros. Sobre la 77 ranchean los hermanos colombianos con sus arepas y mil y un manjares más. Babilonia en gringolandia.

Con una finita nevisca y el puente del metro en las alturas como telón de fondo, en el cruce de la Avenida Roosevelt y la calle 75 me levanta el sacerdote argentino Fabián Arias. Es nacido y criado en Luján, se ganó la moneda durante décadas como docente y catequista. Hace casi 20 años hizo nido en el Norte. Cuenta que se ordenó en una iglesia luterana que está en la zona de Times Square, en el glamoroso Midtown de Manhattan. “Venía de una formación católica muy ortodoxa y acá descubrí otro mundo. Mujeres dando misa, parejas gays en las celebraciones, sacerdotes casados, mucha gente del ambiente de los teatros de Broadway. Una comunidad amorosa, integrada, servicial. Ahí encontré mi lugar”, relata Arias mientras maneja su camioneta por Queens. Vamos rumbo a Corona, un vecindario dominado por migrantes latinos que llegaron a Estados Unidos para hacer realidad el american dream. Aunque para muchos, por la pandemia y las políticas migratorias, el sueño húmedo de progreso se transformó en pesadilla a secas.

Migrar o morir

Huir de la violencia, del narco, de las maras, de la miseria extrema. Huir de la muerte. Dejar atrás la patria, los amigos y la familia para sobrevivir. “Ya no se puede hablar sólo de american dream, eso era en los ’70. No es sólo venir para hacer plata o tener mejor calidad de vida. El que viene de Centroamérica o de México lo hace porque está escapando de la muerte, la pobreza, la falta de trabajo. Quiere seguir con vida”, reflexiona Arias al llegar a Corona.

El padre estaciona la chata sobre la avenida 34, la arteria que cruza filosa la barriada. En el cruce con el Boulevard Junction, emponchados hasta el alma, lo esperan decenas de migrantes. Se acercaron para retirar bolsones de comida. La imagen es digna de la gran depresión. Una postal poco conocida, poco turística, poco digna. El gran imperio norteamericano desnudo.

Las necesidades, dice Arias, son muchas. “Cuando empezó la pandemia, los primeros afectados fueron los migrantes. Al no tener papeles, tienen que trabajar en la construcción, en los restaurantes, en limpieza. Ahí es ‘día trabajado, día pagado’. Se quedaron sin trabajo cuando se cerró la ciudad. Desde el año pasado estamos dando una mano con comida sana y nutritiva. Son miles los que se acercan en Queens, Bronx y Alto Manhattan.”

¿Y la contención estatal? “Hay que decir las cosas como son. Hay una contención del Estado que funciona -sincera Arias-. Pero en la época de Trump se quisieron cortar estos programas de asistencia y ahora con Biden se siguen discutiendo en el Parlamento. Hay muchos demócratas vestidos de republicanos”.

El religioso se pone manos a la obra con sus compañeros. La faena de llenar los bolsones con las preciadas papas, lechugas, sopas en lata, fideos, legumbres, sardinas. Deja una reflexión postrera: “Biden, Obama, Bush, Trump, todos son más o menos lo mismo. Unos con discursos más académicos, otros más brutos. En el fondo, las políticas y las estructuras no cambian. Menos sobre los migrantes, que son tratados como criminales y punto. Va a seguir siendo así, esté quién esté en el poder.”

La fila del hambre

En Queens hace un frío siberiano. La fila para retirar alimentos es una serpiente emplumada de más de 200 metros. Lilia Moreira es una de las tantas mujeres que aguarda con parsimonia a que comience la entrega. La señora de 56 años llegó a las 10 de la mañana con su carrito. A las 3 de la tarde, sentada en el cordón, la ecuatoriana dice que está curtida en el arte de la espera. Hace 26 años, cuando se vino desde Cuenca, espera a que el Estado le entregue sus papeles migratorios en regla. Religiosamente, aclara, todos los martes retira su bolsón: “Trabajé once años en costura, pura maquila, pero enfermé y no más. Mi marido es mecánico, no alcanza. Agradezco esta comida. En pandemia hubo hambre”. La inflación fue otro mazazo que recibieron los flacos bolsillos: 6,6% interanual. La más alta en 39 años. Con las donaciones, sueña Lilia, para la cena va a preparar una generosa sopa de arroz con habichuelas.

Cerquita espera Bernardo Arellano, mexicano llegado hace dos meses desde Puebla. El joven de veintipocos dejó atrás al desempleo, se endeudó por 10 mil dólares con un coyote y cruzó ilegal la frontera por Texas. Dos semanas de terror on the road hasta Queens. “Todavía no tengo trabajo y esta ayuda es fundamental. Ya va a salir algo”, se ilusiona el morocho. Suenan rancheras de fondo y Bernardo dice que extraña horrores a su mujer Cristina y a su hija Emily: “Pero no pueden venir, la frontera es peligrosa”.

Miguel Hernández también es mexicano, de Oaxaca. Igual que su paisano, allá lejos en el ’94, padeció una odisea para atravesar el río Bravo. Tampoco tiene papeles: “Estoy cerca, fifty y fifty. Trabajo como mesero, pocos clientes, seguimos en pandemia”. Lo acompaña su hijo Sebastián, de ocho años, que corretea por ahí: “Biden nos sigue viendo como criminales, pero no lo dice. Trump lo decía sin pudor.”

Don William Ventura pronto va a cumplir 60 años. El dominicano es experto en aguantar el frío neoyorquino. Serán los 48 años que lleva en las islas. Se gana el salario del miedo limpiando vidrios de los rascacielos. “Yes, sir, vine por el american dream. Construcción, supermercado, limpieza, de todo hice. Me alcanza justo para pagar la renta.” Cree que Biden es mejor que el blondo Trump: “Ese tenía two faces, decía una cosa y hacía otra”.

A las 4 de la tarde, antes de que caiga temprano y pesado el manto de la noche, los vecinos empiezan a llenar sus carritos con el morfi. La ecuatoriana María Morales no puede esconder su alegría atrás de la campera, el grueso pulóver y la bufanda. “Estoy muy agradecida con la iglesia y la comunidad. El Estado podría ayudarnos más”, dice la señora. Después encara derechito el boulevard. Un gorrito de lana abriga su cabeza. Lleva zurcida una frase desteñida, algo pasada de moda, melancólica: “I Love NY”.

Una crónica de Nicolás G. Recoaro, publicada en Tiempo Argentino, por acá

Viernes Negro en Manhattan

05/12/2021

 No estás tan radiante, Nueva York.

Con las heridas todavía abiertas que te dejó la pandemia, más bien lucís oscura, fría, melancólica. Siempre bella. Digna de un Viernes Negro.

En el Midtown, el viento frío que viene del río Hudson te puede cortar la cara como si fuera una navaja. Camino por la calle 34, frígido corazón comercial de la Gran Manzana. Postal plástica navideña que seguro conocen de alguna película pochoclera de Hollywood. Corre un tornillo bárbaro, sin embargo el delirante carnaval consumista del Black Friday calienta a miles de clientes en la helada tarde.

Las filas frente a los supermercados y las tiendas departamentales parecen serpientes emplumadas. Las familias reptan hacia los nidos comerciales. Adentro se viven orgasmos del derroche y la compra-venta desenfrenada. Manhattan lo sabe. Esa “gran puta de Babilonia y madre de todos los engendros” –como la llamaba Joseph Mitchell, el cronista máximo de esta ciudad de la furia– abre sus fauces para devorar billeteras y tarjetas de crédito hasta el último morlaco. El gran banquete del capitalismo está servido.

No todos están invitados.

Desocupados, homeless, indigentes, precarizados, yonquis… Cientos de miles de nuevos pobres cosechó Estados Unidos en estos dos pestilentes años. “Viene de antes de la pandemia, my friend. New York siempre tuvo luces y sombras”, me explica José, un cubano exiliado que labura en la zona de Times Square. Vino a hacer realidad el húmedo american dream hace diez años. Se gana la moneda en una pesadilla a secas enfundado en un traje de Batman. Un auténtico caballero de la noche más oscura del gran país del norte.

¿Dónde hay un mango, viejo Biden? Repiten los norteamericanos mientras se endeudan y gastan a mansalva. Encima, hay que sumar la inflación, la más alta en el país en los últimos 30 años. Aún no hay guarismos claros del viernes oscuro de este 2021, pero seguro serán mejores con la vuelta de la compra física.

María se gana el salario del miedo en un supermercado Target en la Hell’s Kitchen. Es repositora y vive en el Bronx. Le pregunto si tiene temor de contagiarse el virus por el malón de clientes. La piba mastica bronca atrás del barbijo y dice que no le queda otra: el sueldo le alcanza raspando para pagar la renta.   

Hace unos días, la Federación Nacional de Minoristas (NRF, por sus siglas en inglés) estimó que alrededor de 158,3 millones de personas iban a sacarle lustre a la tarjeta de crédito. Casi 2 millones más que en 2020, cuando las ventas se fueron a pique por la peste. Algo es algo. Lo que seguro romperá records otra vez es la venta de armas. Después vienen las masacres en escuelas y centros comerciales. Rojo y negro pinta el futuro.

Con carpa, Dani vende porros sobre la Avenida 8. Se la rebusca con la droga blanda. Nueva York legalizó el consumo recreativo en abril pasado. No así la venta del verdoso insumo. Falta apenas su reglamentación. El morocho comerciante dice que viene duro el Viernes Negro. Fumando un generoso joint espera a sus clientes. Añora, más bien, un viernes color dólar. Verde que te quiero verde.

Crónica de Nicolás G. Recoaro publicada en Tiempo Argentino, por acá.